Como el paso del tiempo es inexorable, estamos a una semana del día de Navidad. Cada año escribo una entrada alusiva, no tanto psicopatológica -aunque si algo melancólica- por motivo de estas fechas.
Hace pocos días, hablaba con un paciente cuyo padre acababa de morir, ya mayor. Esos fallecimientos que la gente dice “ley de vida” y que de ninguna manera consuelan a quien ha sufrido la pérdida. En este caso era un duelo sosegado y esta persona (un hombre ya adulto, le llamaré Joan) deseaba saber y rememorar cosas y hechos de su padre… y en esto descubrimos qué por edad y proximidad, el padre de Joan y el mío –también fallecido, pero hace muchos años- vivían en el mismo barrio y a escasos metros y que era muy posible que se conocieran y hubieran sido amigos. Ni uno ni el otro nos lo puede confirmar.
Esta llamémosle casualidad, me ha dado pie a escribir sobre las ausencias en la Navidad. El primer 25 de diciembre tras la muerte de un ser querido es doloroso y extraño, y aunque ahora no te lo parezca, querido Joan, el tiempo va amortiguando esa pena y uno se va ¿acostumbrando? ¿resignando? ¿consolando? (no sé qué gerundio poner) a ella. Salvo en el caso de que quién nos falte sea un hijo, aquí creo que no hay nada que embalsame ese dolor, ya que no hay fecha para el recuerdo, sino que el recuerdo es el país donde viven aquellos que lo han sufrido.
Por eso, a pesar de todo lo falsas, comerciales y cargosas que nos puedan parecer las fiestas de Navidad, deseo a todo el mundo que pueda sentarse a la mesa con gente a la que quieres y que te quieren (sean muchos o pocos, da igual) y disfrute de su presencia, que si de algo podemos estar seguros es de que es efímera.
Y sobre todo, si tenéis o recibís niños en vuestra casa, empaparos de su ilusión, quizá la única magia auténtica y por ello vuelve siempre la Navidad.