Creo que lo que voy a decir lo escribí hace tres o cuatro años. Me reitero en ello. La «depresión postvacacional» no es un trastorno. Es un claro ejemplo de lo que se ha llamado «promoción de enfermedades» y en su término anglosajón disease mongering

La depresión, esto es, los trastornos depresivos, son un conjunto de cuadros clínicos que se caracterizan por producir un gran malestar, un enorme dolor  moral de tipo cognitivo, una pléyade de síntomas somáticos, una alteración del ritmo sueño-vigilia, una enorme fatiga y una desmotivación que no se corresponde a la situación de fastidio que nos puede provocar el hecho de cambiar las vacaciones por la vuelta al trabajo.

En mis muchos años de trabajo como psiquiatra que atiende a pacientes mi casuística con respecto a la depresión postvacacional o síndrome de estrés   postvacacional es 0 (cero, cero absoluto). Nadie se ha presentado en mi consulta con un síndrome depresivo que hubiera podido catalogarse como reactivo o consecuencia de que se le acaben las vacaciones. Por tanto, los inquietantes porcentajes que todos hemos leído en alguna publicación (on-line por supuesto) me parecen de nula validez. He leído que entre el 30% y el 80% de las personas padecerán molestias  (aquí coloraría mas signos de interrogación, muchos) y que entre un 8 y un 10% lo sufrirán en mayor medida (mayor número de interrogantes, si cabe). Estadísticas sacadas de la manga, no se de quien ni por qué, pero esa es mi opinión sincera.  

Es cierto que a la mayoría de las personas (quizá excepto los adictos al trabajo) se sienten bien en vacaciones, y también es un fenómeno singular y observado que cuando estamos a pocas semanas de disfrutarlas sentimos un cansancio global y un anhelo de que lleguen esos días… Tanto da que nuestras vacaciones estén programadas para junio para agosto o para octubre. E incluso si lo están a primeros de año, nos parecen interminables los días que faltan hasta que se producen, lo mismo como cuando de niños esperábamos nuestro cumpleaños o la Navidad. Con todo ello quiero decir que el cansancio previo suele ser una experiencia subjetiva, y la expectativa de las vacaciones mucho más espléndida que las reales.

El cambio de la rutina, el no andar con horarios apretados, hacer cosas diferentes o nuevas, sestear, tener tiempo para uno, para la familia, para los amigos, para ver pasar las nubes, para viajar (bueno, esto se ha convertido en una tortura exquisita, gracias a que todos los habitantes del planeta queremos coleccionar selfies como banderitas en un mapa bélico.

Y es también cierto que cuando alguien se reincorpora a su trabajo sienta cierta pereza, y algunas reacciones normales, normalísimas y leves, un ligero cansancio o desgana. He leído también en algunos post que se recomiendan medidas profilácticas para ello, organizadas en pentálogos, heptálogos o decálogos. En fin, gracias a internet tenemos consejos para todo: para pelar ajos, para trasladar una nevera sin esfuerzo y para no caer en miles de desgracias, entre ellas el tan manido del «estrés postvacacional». Apelo al sentido común de cada cual… ¿qué medidas hay que plantear para algo que si da molestias pasa solo? 

Tampoco me estoy refiriendo al burn-out laboral, que afecta a muchas personas, en especial a determinados colectivos (sanitario, educativo). Este es un tipo de estrés laboral, un estado de agotamiento físico, emocional o mental que tiene consecuencias en la salud global y psíquica, especialmente en la autoevaluación y autoestima del sujeto, y está caracterizado por un proceso paulatino, por el cual las personas pierden interés en sus tareas, el sentido de responsabilidad y pueden hasta llegar a padecer cuadros de ansiedad y/o depresión. 

Pero volviendo al hecho cíclico de acabar las vacaciones, reflexionemos sobre:

1. El que no puede volver a ningún trabajo… porque no lo tiene. 

2. El que se ha pasado el verano «navegando» por el Mediterráneo, como los migrantes africanos. 

 

Y por último, si viviéramos en un lugar paradisíaco permanentemente, con hermosas playas colmadas de palmeras y arenas doradas, es muy posible que la mayor parte de nosotros acabáramos aburridas y deseando cambiar de ambiente, hacer algo. Es un hecho cierto que necesitamos actividad y sorpresa para sentirnos vivos. (No son palabras mías sino de Robert Sapolsky, porfesor de Neurobiología de la Universidad de Stanford).