El pasado jueves me cruzo en la recepción de la consulta con Marina, una paciente a la que trato. Ha venido a visitarse con la psicóloga del equipo que también la atiende. Nos saludamos mano en alto (como en un saludo indio o vulcano) y con una sonrisa que ni ella ni yo vemos, aunque intuimos por las arrugas de expresión de los ojos. Me dice: “He estado enferma y no vine a nuestra sesión, te veo la próxima semana… la secretaria me ofreció hacer la visita telemática, pero prefiero venir”.
Y para mí yo pienso: “Yo también lo prefiero”.
Con la llegada de la pandemia, confinamiento y medidas de aislamiento hace ya un año (qué largo y qué corto se ha hecho), he visitado a bastantes pacientes por vía telemática. Ventajas, poder atenderles en un momento en que la movilidad estaba prohibida, así como ahorrarles un traslado a veces engorroso, y también atender a pacientes que están a mucha distancia. Vale decir que también le ves la cara y la expresión en su totalidad, pero…
Pero nada es comparable al trato cercano, aunque en estas condiciones tiene sus inconvenientes: todos debemos ir con nuestras mascarillas, cual cuatreros del Oeste. Como permanecemos con el paciente bastante más que 15 minutos, tenemos una mampara transparente que nos separa, y vale decir, que nunca había pasado tanto frío, pues ventilamos cinco o diez minutos entre visita y visita, además de desinfectar la zona ocupada por el paciente.
Sin embargo, hablar en la misma estancia nos acerca a nuestro paciente (lo creo firmemente). Durante unos segundos le pido que se retire la mascarilla para apreciar toda la expresión, ya que los psiquiatras analizamos no solo lo que nos dice nuestro interlocutor, sino sus gestos, sus movimientos, sus pausas, su forma de caminar, de sentarse, la inflexión de la voz y los cambios de esta, sus respuestas verbales y no verbales ante una pregunta, una sugerencia, un consejo.
Y cuántas veces nos encontramos que determinados síntomas pueden hallarse en la frontera entre lo normal y lo patológico (algo que un gran maestro, el Profesor Germán Berrios, llama microsíntomas) que son aquellos que no sobrepasan el límite de percepción del paciente o del observador.
Y quizá porque no soy una “nativa digital” tengo la sensación de perderme algunas cosas a través de la pantalla. Bendita informática que nos ha permitido comunicarnos, pero un poquito menos que cara a cara.
También echo de menos el contacto físico con los pacientes, dar la mano como saludo o como consuelo o un abrazo de despedida. Otro de mis maestros el Dr. Ortiz de Landázuri, nos decía que el buen médico debe saber diagnosticar, intentar curar y procurar alivio, y nos animaba a ser cercanos con los enfermos que atendiéramos, aunque siempre con sensatez y respeto.
En fin, seguiremos con las mascarillas para proteger y protegernos. Por otra parte, todos hemos observado cómo han disminuido las infecciones respiratorias (salvo el COVID-19, claro) durante este año, qué pocas gripes o catarros hemos padecido o visto. Quién sabe, quizá la costumbre se mantenga. Que todo sea para bien.